EDITORIAL

El Día del Maestro


Como suele hacerse todos los años, el 6 de julio se celebró en el Perú el Día del Maestro e, igualmente, el 11 del mismo mes el Día del Profesor Universitario. La ocasión es propicia para reflexionar acerca de lo que significa ser profesor, sobre todo en las actuales circunstancias que nos toca enfrentar.

Estudié mi primaria y secundaria en el colegio Externado Santo Toribio, antigua institución educativa fundada en 1847 en la ciudad de Lima, y que a partir de 1961 funcionó en su nuevo local en el distrito del Rímac. Una costumbre que se estableció espontáneamente fue que al terminar el colegio se continuara asistiendo a él de vez en cuando, bien para celebrar el día de Santo Toribio (27 de abril) o el día del exalumno toribiano (30 de Agosto), amén de alguna otra actividad (verbena, bingo, campeonato deportivo, etc.).

Recuerdo que en una ocasión nos reunirnos los compañeros de promoción para participar en un campeonato de fútbol con motivo del Día del Exalumno. Los de nuestra promoción (promoción 73) nos ubicamos en un costado del campo de fútbol, junto con los egresados de otros años. Estábamos charlando amenamente, cuando uno de los compañeros exclamó con alegría: ¡Allá está el profesor Medina! ¿Quién?, dijimos ¡El profesor Fermín Medina, nuestro profesor de Anatomía de 4to de secundaria!, respondió nuestro compañero, señalando a alguien al otro extremo del campo. Lo vimos, lo reconocimos, y sin que nadie dijera nada, corrimos hacia donde se encontraba. Fue algo espontáneo. Todos lo abrazamos y coreamos su nombre. El profesor también, por supuesto, nos reconoció y se alegró de vernos. Estuvimos departiendo un buen rato de nuestro paso por su curso, recordando gratas anécdotas.

En las habituales visitas al colegio luego de salir de sus aulas era frecuente y grato encontrarnos con nuestros profesores de primaria y secundaria, con los trabajadores administrativos y de servicio y, como no, con los directores del plantel. Indudablemente a todos los saludábamos con reconocimiento y con respeto. Pero sucede que con el profesor Medina tuvimos dicha reacción. ¿Por qué esa actitud particular hacia él? ¿Tal vez porque estuvimos con él solo un año? El señor Medina nos impartió el curso de Anatomía en remplazo del profesor titular y luego de eso no volvimos a verlo. Pero la verdadera razón era otra. Corrían los primeros años de la década del 70, nuestro colegio era religioso aunque con profesores laicos, y éramos adolescentes. Nuestro profesor de Anatomía fue el único que nos habló de lo que nos interesaba saber a esa edad y en esas circunstancias: de los “misterios” de la sexualidad. Y lo hizo de una manera natural y con conocimiento científico, sabiendo que para nosotros era importante hablar sobre ello sin sentirnos avergonzados de hacerlo. Ningún otro de nuestros profesores hizo lo que el profesor Medina.

A partir de esta anécdota, con frecuencia me he preguntado: ¿Qué significa verdaderamente ser un profesor?

Si nos remitimos al diccionario este sencillamente indica que un maestro, profesor o educador es la persona que enseña una ciencia, arte y oficio, que cuenta con un título profesional para hacerlo, y que tiene como objetivo fundamental de su labor el de formar integralmente a los niños, adolescentes y jóvenes.

La profesión de educador no siempre ha sido valorada justamente por la sociedad a lo largo del tiempo. Muestra de ello es que si un joven les comunica a sus padres su intención de postular a la carrera de Educación, ellos no se sentirán a gusto con la decisión tomada por su hijo e intentarán por todos los medios hacerlo desistir de su propósito. Le dirán, entre otras cosas, que no conseguirá trabajo y que si lo logra, sus ingresos serán exiguos. Pero sucede que esos mismos padres que desdeñan la profesión docente, y la sociedad en su conjunto, demandan a los profesores tener amplios conocimientos, ser modelos de vida, mantener una conducta intachable y mostrar altos valores morales. ¿Se les pide lo mismo a otros profesionales?

Además, las funciones de un profesor no se limitan a lo que entraña su profesión (la sociedad, la institución educativa y la relación con los alumnos traen sus propias demandas). Son funciones que van más allá de lo académico y entran al ámbito de la orientación educativa. Así por ejemplo, un profesor universitario no solo tiene que dominar su materia y saber enseñarla, sino que también debe ser un referente con quien el joven puede ensayar formas de socialización, facilitar la integración del joven a la vida productiva y estimular el compromiso profesional y social del estudiante, entre otras exigencias profesionales, institucionales y sociales.

Para el común de las personas, el profesor tiene una labor sencilla y un horario de trabajo muy cómodo. “Los profesores tienen dos meses de vacaciones y días de descanso entre los periodos de clases”, suelen decir a la ligera. Pero esto es engañoso, porque la labor del profesor es muy fuerte y exigente. El trabajo del profesor no se limita a impartir clases. Hay todo un trabajo que está detrás y que es invisible para la mayoría de las personas. Un profesor, además de conducir las clases, debe mantener reuniones con otros profesores y equipos psicopedagógicos, atender tutorías de alumnos, diseñar globalmente el proceso didáctico, elaborar materiales didácticos, preparar guiones de intervención, establecer protocolos de evaluación y evaluar, procurar una formación continua, reflexionar sobre los acontecimientos diarios, recoger y preparar el aula-taller o laboratorio, participar en actividades extraacadémicas… y muchas cosas más. A esta situación muchos la denominan “efecto iceberg”, porque sólo es visible una parte (muy pequeña) de su labor como docente; la otra parte (más grande), sólo los profesores la conocen.

Realmente en nuestro país para dedicarse a la profesión docente hay que tener una disposición particular y una vocación consistente. Todos quienes ejercemos esta profesión sabemos que la sociedad no va a reconocer cabalmente nuestro trabajo y que la remuneración por nuestra labor es baja, lo que muchas veces nos obliga a trabajar en por lo menos dos instituciones educativas. Pero sabemos también que la nuestra es una profesión de servicio, al igual que la de los psicólogos, enfermeros, trabajadores sociales y médicos, pero que se diferencia de ellas en que nuestra labor puede trascender en el tiempo. Nosotros influimos, en mayor o menor medida, en la vida de las personas. Y nos sentimos bien cuando más tarde nuestros alumnos reconocen la labor desarrollada con ellos.

Gabriel García Márquez (Premio Nobel de Literatura en 1982) relata al respecto:

“Mi relación más directa fue siempre con el profesor Carlos Julio Calderón, maestro de castellano en los primeros cursos, de literatura universal en cuarto, española en quinto y colombiana en sexto… El maestro Calderón nos pidió que le escribiéramos un cuento con tema libre en la clase de castellano. Se me ocurrió el de una enferma mental de unos siete años y con un título pedante que iba en sentido contrario al de la poesía: «Un caso de sicosis obsesiva». El maestro lo hizo leer en clase. Mi vecino de asiento, Aurelio Prieto, repudió sin reservas la petulancia de escribir sin la mínima formación científica ni literaria sobre un asunto tan retorcido. Le expliqué, con más rencor que humildad, que lo había tomado de un caso clínico descrito por Freud en sus memorias y mi única pretensión era usarlo para la tarea. El maestro Calderón, tal vez creyéndome resentido por las críticas ácidas de varios compañeros de clase, me llamó aparte en el recreo para animarme a seguir adelante por el mismo camino. Me señaló que en mi cuento era evidente que ignoraba las técnicas de la ficción moderna, pero tenía el instinto y las ganas. Le pareció bien escrito y al menos con intención de algo original. Por primera vez me habló de la retórica. Me dio algunos trucos prácticos y métrica para versificar sin pretensiones, y concluyó que de todos modos debía persistir en la escritura aunque sólo fuera por salud mental. Aquella fue la primera de las largas conversaciones que sostuvimos durante mis años del liceo, en los recreos y en otras horas libres, y a las cuales debo mucho en mi vida de escritor”.

(Vivir para contarla, pp.232-234).

Por su parte, Albert Camus escribió la siguiente carta a su profesor de primaria luego de ganar el Premio Nobel de Literatura en 1957:

“Querido señor Germain:
Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.

Lo abrazo con todas mis fuerzas”.

(El primer hombre, p. 123)

Actualmente, en esta época de cruel pandemia, no es raro leer y escuchar con extrañeza en los medios de comunicación que los profesores estamos trabajando menos horas y que por lo tanto nos deberían bajar el sueldo. Ante esto, uno no puede sino sentirse sorprendido y enojado. El profesor no está trabajando menos. Al contrario, está trabajando mucho más de lo habitual. Ha tenido que pasar de un momento a otro de una enseñanza presencial, a la que estaba acostumbrado, a una enseñanza virtual, nueva para él, lo cual le está demandado mucho esfuerzo, sobre todo a los profesores ya mayores, que son un número considerable. Si es que ya no la tenía, el profesor ha tenido que comprarse una buena computadora y contar con un celular inteligente; ha tenido que mejorar su señal de conexión a Internet; ha tenido que habilitar un espacio en su hogar para trabajar, con lo difícil que es contar con un espacio propio en muchos hogares peruanos. Tiene que consumir más energía eléctrica y ya no cuenta con un horario fijo de trabajo, pues ahora tiene que estar disponible a toda hora para responder a los mensajes de sus estudiantes y a las reuniones virtuales con sus coordinadores y colegas. ¿Eso es poco trabajo? ¿Eso es “llevársela fácil”? Más aún, todo esto le quita el tiempo que dedicaba a su familia y a su necesario descanso. El exceso de carga laboral está provocando estrés (el peligroso burnout) en los profesores. A lo que hay que agregar que el trabajo del docente no se limita a las horas de clase efectivas, sino que hay que agregarle el tiempo que debe dedicar a la preparación de sus clases y el tiempo para la evaluación y la reflexión sobre lo realizado en el día.

Por todo lo anteriormente dicho, quisiera hacer llegar un abrazo solidario y un sentido homenaje a los profesores, hombres y mujeres que decidieron en su momento dedicarse a esta labor de formar personas. A mis profesores de primaria y secundaria, en especial a los profesores Alfredo Orellana y Fermín Medina; los de la formación universitaria, en especial a los profesores Reynaldo Alarcón y Raúl González; a mis colegas y amigos, como el profesor Pedro Rojas; y a mi amigo y mentor, profesor Rubén Mesía. Todos ellos entendieron que su labor no era solo transmitir conocimientos, sino educar personas en todo el sentido de la palabra. Mi agradecimiento eterno.




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